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Oesterheld y la ciencia ficción


Como parte del género de ciencia ficción en  Argentina, vamos a trabajar con tres cuentos de Héctor Germán Oesterheld (1919-1977), reconocido escritor de historietas y relatos, autor de El Eternauta.

Exilio

Nunca se vio en Gelo algo tan cómico. Salió de entre el roto metal con paso vacilante, movió la boca, desde el principio nos hizo reír con esas piernas tan largas, esos dos ojos de pupilas tan increíblemente redondas.
Le dimos grubas, y linas, y kialas.
Pero no quiso recibirlas, fíjate, ni siquiera aceptó las kialas, fue tan cómico verlo rechazar todo que las risas de la multitud se oyeron hasta el valle vecino.
Pronto se corrió la voz de que estaba entre nosotros, de todas partes vinieron a verlo, él parecía cada vez más ridículo, siempre rechazando las kialas. La risa de cuantos lo miraban era tan vasta como una tempestad en el mar.
Pasaron los días, de las antípodas trajeron margas, lo mismo, no quiso ni verlas, fue para torcerse de la risa.
Pero lo mejor de todo fue el final: se acostó en la colina, de cara a las estrellas, se quedó quieto, la respiración se le fue debilitando, cuando dejó de respirar tenía los ojos llenos de agua.
Sí, no querrás creerlo pero los ojos se le llenaron de agua, de a-gu-a, como lo oyes.
Nunca, nunca se vio en Gelo nada tan cómico. 

El árbol de la buena muerte

María Santos cerró los ojos, aflojó el cuerpo, acomodó la espalda contra el blando tronco del árbol. Se estaba bien allí, a la sombra de aquellas hojas transparentes que filtraban la luz rojiza del sol.
Carlos, el yerno, no podía haberle hecho un regalo mejor para su cumpleaños.
Todo el día anterior había trabajado Carlos, limpiando de malezas el lugar donde crecía el árbol. Y había hecho el sacrificio de madrugar todavía más temprano que de costumbre para que, cuando ella se levantara, encontrara instalado el banco al pie del árbol.
María Santos sonrió agradecida; el tronco parecía rugoso y áspero, pero era muelle, cedía a la menor presión como si estuviera relleno de plumas. Carlos había tenido una gran idea cuando se le ocurrió plantarlo allí, al borde del sembrado.
Tuf-tuf-tuf.
Hasta María Santos llegó el ruido del tractor. Por entre los párpados entrecerrados, la anciana miró a Marisa, su hija, sentada en el asiento de la máquina, al lado de Carlos. El brazo de Marisa descansaba en la cintura de Carlos, las dos cabezas estaban muy juntas: seguro que hacían planes para la nueva casa que Carlos quería construir.
María Santos sonrió; Carlos era un buen hombre, un marido inmejorable para Marisa. Suerte que Marisa no se casó con Laico, el ingeniero aquel; Carlos no era más que un agricultor, pero era bueno y sabía trabajar, y no les hacía faltar nada.
¿No les hacía faltar nada?
Una punzada dolida borró la sonrisa de María Santos.
El rostro, viejo de incontables arrugas, viejo de muchos soles y de mucho trabajo, se nubló.
No. Carlos podría hacer feliz a Marisa y a Roberto, el hijo, que ya tenía 18 años y estudiaba medicina por televisión.
No, nunca podría hacerla feliz a ella, a María Santos, la abuela...
Porque María Santos no se adaptaría nunca —hacía mucho que había renunciado a hacerlo— a la vida en aquella colonia de Marte.
De acuerdo con que allí se ganaba bien, que no les faltaba nada, que se vivía mejor que en la Tierra; de acuerdo con que allí, en Marte, toda la familia tenía un porvenir mucho mejor; de acuerdo con que la vida en la Tierra era ahora muy dura... De acuerdo con todo eso; pero, ¡Marte era tan diferente!...
¡Qué no daría María Santos por un poco de viento como el de la Tierra, con algún "panadero" volando alto!
—¿Duermes, abuela? —Roberto, el nieto, viene sonriente, con su libro bajo el brazo.
—No, Roberto. Un poco cansada, nada más.
—¿No necesitas nada?
—No, nada.
—¿Seguro?
—Seguro.
Curiosa, la insistencia de Roberto; no acostumbraba ser tan solícito; a veces se pasaba días enteros sin acordarse de que ella existía.
Pero, claro, eso era de esperar; la juventud, la juventud de siempre, tiene demasiado quehacer con eso, con ser joven.
Aunque en verdad María Santos no tiene por qué quejarse: últimamente Roberto había estado muy bueno con ella, pasaba horas enteras a su lado, haciéndola hablar de la Tierra.
Claro, Roberto, no conocía la Tierra; él había nacido en Marte, y las cosas de la Tierra eran para él algo tan raro como cincuenta o sesenta años atrás lo habían sido las cosas de Buenos Aires —la capital—, tan raras y fantásticas para María Santos, la muchachita que cazaba lagartijas entre las tunas, allá en el pueblito de Catamarca.
Roberto, el nieto, la había hecho hablar de los viejos tiempos, de los tantos años que María Santos vivió en la ciudad, en una casita de Saavedra, a siete cuadras de la estación.
Roberto le hizo describir ladrillo por ladrillo la casa, quiso saber el nombre de cada flor en el cantero que estaba delante, quiso saber cómo era la calle antes de que la pavimentaran, no se cansaba de oírla contar cómo jugaban los chicos a la pelota, cómo remontaban barriletes, cómo iban en bandadas de guardapolvos al colegio, tres cuadras más allá.
Todo le interesaba a Roberto: el almacén del barrio, la librería, la lechería... ¿No tuvo acaso que explicarle cómo eran las moscas? Hasta quiso saber cuántas patas tenían... ¡Cómo si alguna vez María Santos se hubiera acordado de contarlas! Pero, hoy, Roberto no quiere oírla recordar: claro, debe ser ya la hora de la lección, por eso el muchacho se aparta casi de pronto, apurado.
Carlos y Marisa terminaron el surco que araban con el tractor. Ahora vienen de vuelta.
Da gusto verlos: ya no son jóvenes pero están contentos.
Más contentos que de costumbre, con un contento profundo, un contento sin sonrisas, pero con una gran placidez, como si ya hubieran construido la nueva casa. O como si ya hubieran podido comprarse el helicóptero que Carlos dice que necesitan tanto.
Tuf-tuf-tuf...
El tractor llega hasta unos cuantos metros de ella; Marisa, la hija, saluda con la mano; María Santos solo sonríe; quisiera contestarle, pero hoy está muy cansada.
Rocas ondulantes erizan el horizonte, rocas como no viera nunca en su Catamarca de hace tanto. El pasto amarillo, ese pasto raro que cruje al pisarlo, María Santos no se acostumbró nunca a él. Es como una alfombra rota que se estira por todas partes: por los lugares rotos afloran las rocas, siempre angulosas, siempre oscuras.
Algo pasa delante de los ojos de María Santos.
Un golpe de viento quiere despeinarla.
María Santos parpadea, trata de ver lo que le pasa por delante.
Allí viene otro.
Delicadas, ligeras estrellitas de largos rayos blancos...
¡"Panaderos"!
¡Sí, "panaderos", semillas de cardo, iguales que en la Tierra!
El gastado corazón de María Santos se encabrita en el viejo pecho: ¡"Panaderos"!
No más pastos amarillos: ahora hay una calle de tierra, con algo de pasto verde en los bordes, con una zanja, con veredas de ladrillos torcidos... Callecita de barrio, callecita del recuerdo, con chicos de guardapolvo corriendo para la librería de la esquina, con el esqueleto de un barrilete no terminando de morirse nunca, enredado en un hilo de teléfono.
María Santos está sentada en la puerta de su casa, en su silla de paja, ve la hilera de casitas bajas, las más viejas tienen jardín al frente, las más modernas son muy blancas, con algún balcón cromado, el colmo de la elegancia.
"Panaderos" en el viento, viento alegre que parece bajar del cielo mismo, desde aquellas nubes tan blancas y tan redondas...
"Panaderos" como los que perseguía en el patio de tierra del rancho allá en la provincia.
¡"Panaderos"!
El pecho de María Santos es un gran tumulto gozoso.
"Panaderos" jugando en el aire, yendo a lo alto...
Carlos y Marisa han detenido el tractor.
Roberto, el hijo, se les junta, y los tres se acercan a María Santos.
Se quedan mirándola.
—Ha muerto feliz... Mira, parece reírse.
—Sí... ¡Pobre doña María!...
—Fue una suerte que pudiéramos proporcionarle una muerte así.
—Sí... Tenía razón el que me vendió el árbol, no exageró en nada: la sombra mata en poco tiempo y sin dolor alguno, al contrario...
—¡Abuela!... ¡Abuelita!...

Una muerte

Yo andaba investigando la muerte del Jon.
Las huellas, luego de contornear todo el pueblo, me llevaron hasta la pequeña casa junto al río, casi perdida entre los juncos.
No hacía frío, pero igual me subí las solapas del abrigo y hundí las manos en los bolsillos.
Subí cinco escalones no muy seguros, empujé la puerta, entré.
Jaulas, pajareras por todas partes. De fabricación casera.
Pájaros de colores: cotorras, cardenales, pechos colorados, canarios. Pájaros grises, pájaros marrones. Grandes y chicos.
Avancé: fue como entrar en una nube de píos, trinos, gorjeos. Y de olor denso, cálido.
De entre dos pajareras salió el hombre. Tricota agujereada, cabeza blanca. Ojos curiosamente grandes y claros en el rostro ceniciento, lleno de arrugas; un rostro muy gastado, pero abierto, cordial.
—Hace tres días… —empecé.
Y me detuve. Me miró por un momento. Miró al piso, volvió a mirarme. Ya nos estábamos entendiendo.
—¿Amigo suyo?
Asentí.
—¿Sabe lo que…, lo que le pasó?
Volví a asentir.
—Me lo imagino. Sé que estaba muy enfermo.
Me acercó una silla de paja. El se sentó en un cajón vacío.
—Ahora que lo pienso —se rascó la cabeza—, quizás debí decírselo a la policía. Pero cuando sucedió no me pareció necesario. No hubieran comprendido nada; usted me entiende.
—Por supuesto.
—Ya todos me creen loco, sin necesidad de un cuento semejante —sacudió la cabeza, tenía las manos sobre las rodillas flacas; manos de dedos largos, delicados—. Además, ¿por qué habría de elegir mi casa para morir? El comisario no lo entendería nunca. Claro, podía haber ido al médico. O a ver al cura. Pero no, tuvo que caminarse toda la distancia hasta aquí.
Yo sólo sabía que el Jon estaba muerto. Lo dejé hablar.
—Aunque creo saber por qué me eligió a mí, al “Churrinche”, el loco “Churrinche”, el pajarero… Él sabía que yo era el único en todo el pueblo que lo dejaría morir tranquilo y sin preguntas. De tanto andar con animales uno termina por amigarse, por entender a todo lo vivo, venga de donde venga…
Me miró con los ojos claros: tenían algo de charcos de agua quieta. Yo hubiera hecho lo mismo que el Jon.
—Claro, al principio me tomó por sorpresa; yo no estaba preparado para verlo. Llegó del lado del río, lo sentí chapotear en el juncal; cuando subió los escalones creí que era José o el Negro, o cualquiera de los vagabundos de siempre. Tardó en entrar, el último escalón le costó mucho trabajo; pensé que estaría borracho, no le hice caso. Pero, al llegar a la puerta se apoyó en el marco, y recién entonces me di cuenta al verle la mano, tan verde y con los siete dedos.
Se levantó, fue hasta un brasero donde temblaba una pava.
—¿Un matecito?
Dije que sí con la cabeza.
—Estaba que se caía —mientras hablaba puso yerba en un jarrito enlozado—. Me di cuenta de que se moría, pero no quiso que lo acostara; insistió en sentarse ahí, donde está usted. Y se quedó medio caído, los ojos cerrados.
—Sé que eres amigo—me dijo de pronto, marcando mucho las letras—. Por eso hice toda la distancia hasta aquí…Sé que cuidas pájaros… Por eso vine.
“—¿Por los pájaros? —le pregunté.
“—Sí… Quiero pedirte un favor… ¿Podrías prestarme uno, uno cualquiera, hasta… hasta que no lo necesite más?
“Contesté que sí y le traje a la Manolita, la cotorra, que es la más mansita de todas. Se la ofrecí.
“—Gracias… —la mano le tembló cuando le puse el pájaro. Y Manolita se quedó tan quieta, tan cómoda entre los siete dedos—. Gracias… No tienes idea, pajarero, cómo tus pájaros se parecen a los sicalos nuestros… Son tan iguales…
“Le costó levantar la mano pero igual se tomó el trabajo, quería ver bien a Manolita.
“—Si uno sabe mirar, un solo pájaro…, un solo sicalo…, resume todas las bellezas de los mundos…
“Yo no decía nada, me daba tanta pena verlo respirar tan mal; ade
más, cuando uno anduvo mucho entre animales sabe enseguida cuándo alguno se muere, así sea un perro o una persona o…”
El pajarero me tendió el humeante jarrito. Lo tomé con cuidado, para no quemarme.
—Su amigo apoyaba ahora la mano en la mesa, y no dejaba de mirar a la cotorra. Y volvió a hablar:
“—El pájaro…, el sicalo… es los días perdidos, es la infancia… Cuidar un pájaro es revivir la infancia… Por eso tú, pajarero, cuidas pájaros… No quieres desprenderte de la infancia…
“—No lo sé —le dije por decir algo—. Pero… ¿y los chicos que cuidan pájaros?
“—Los chicos que cuidan pájaros… Tienes razón… Los chicos no pueden recordar la infancia… —hizo una pausa, se quedó mirando largamente a la cotorra, que seguía quietecita en su mano; y de pronto agregó—: Los chicos que cuidan pájaros están recordando, reviviendo, sin saberlo, los días perdidos, la infancia de la especie…
“Volvió a callar, siguió mirando a Manolita. Y mirando, también, vaya uno a saber qué imágenes de otros tiempos, de otros lugares.
“—¿Quiere agua?¿Está realmente cómodo?
“No me contestó.
“Afuera se acababa la tarde igual que ahora.
“Pensé que alguno podría venir, la sorpresa que se llevaría al verlo allí.
“Manolita se alborotó de pronto, aleteó, se me vino hasta el hombro.
“La mano verde seguía igual, apoyada sobre la mesa.
“No tuve que tocarlo para saber que ya estaba muerto.
“Cavé una fosa en el albardón, lo enterré en el mismo lugar donde entierro a los pájaros que se me mueren.
“Y allí está ahora. Pensé ponerle una cruz, pero no… ¿Qué mejor cruz para él que la misma de los pájaros, el sol de cada día?”Me levanté. Ya sabía todo lo que quería sobre la muerte del Jon.
—Gracias —le devolví el jarrito enlozado.
El Jon, después de todo, había tenido una muerte buena. El pajarero se levantó también.
—¿Eran muy amigos?
—Mucho.
Me tendió la mano.
Vacilé un momento, le tendí la mía.
Sonrió al sentir la presión de los siete dedos. Me dio una palmada en el hombro, me acompañó hasta la puerta.
Bajé los escalones, me fui por el juncal.
Ya había estrellas. Pero no, el Gelo no se veía. Demasiado distante.
Aunque no está tan lejos, pensándolo bien.
Un pájaro nocturno pasó volando bajo, en vuelo silencioso.
¿Un pájaro o un sicalo?







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